La Belleza en una Taza de Té
¿Aún es posible encontrar una belleza que despierte nuestro sentido más estético en la cotidianeidad de estas urbes modernas, frías, ruidosas, sucias y agobiantes? ¿Podemos encontrar un pequeño espacio donde los montones de basura, las toscas máquinas de construcción y sus estridentes notas, así como el ajetreo de rostros y cuerpos estresados, hostiles al paroxismo, producto de la sociedad de rendimiento, permitan que el sagrado silencio alimente nuestro espíritu?
Bueno, pues Immanuel Kant podría ayudarnos a vislumbrar una respuesta. Aunque admito que me encantaría dejar salir al filósofo que llevo dentro, mi propósito no es el de arruinar las cosas bonitas como casi todo filósofo consigue hacerlo, así que no desarrollaré una rigurosa argumentación estéril digna de la academia en el presente manuscrito. Me limitaré sólo con lo siguiente: Kant, aquel filósofo prusiano del siglo XVI que salía siempre a la misma hora exacta a pasear, al punto de que la ciudad de Königsberg, lugar del natalicio de nuestro filósofo en cuestión, ajustaba su reloj principal cuando su hijo prodigo salía a dar su paseo diario por la ciudad. Era imposible que Kant fuese impuntual con su ritual, y por ello, este personaje era un excelente referente para ajustar el mecanismo de tiempo que ostentaba la plaza principal. Por mucho que parezca que una persona tan rígida, disciplinada, ordenada y analítica como Kant tuviese algo que decir acerca de la belleza, lo cierto es que dijo algo sobre ella. Cosa muy interesante, por cierto. Aunque claro, debo advertir al lector, que lo hizo de la misma forma ordenada, rígida, sosa y aburrida que siempre caracterizó al filósofo prusiano.
Pero bien, entremos en materia, ¡Qué carajos fue lo que dijo Kant! Es momento de que nos comamos la maldita naranja. Bueno, básicamente, que el juicio de belleza, aunque preferiría decir: sentimiento de belleza, para decirlo de una manera más afable; no proviene del objeto, sino de una cualidad universal, de un entramado interno que posee el sujeto, es decir, todos los sujetos bien formados. La belleza no está en el objeto, sino en nuestra capacidad de apreciarla. Esto, como en casi toda filosofía, sobre todo en la kantiana, es mucho más complejo de lo que hacemos parecer aquí a simple vista. Kant dedica todo un libro a la argumentación de esto. En La Crítica del Juicio el lector tendrá una aproximación mucho más precisa de lo que hemos dicho hasta aquí. Por el momento, lo que queremos que se nos conceda es que la belleza es posibilitada principalmente por nosotros mismos. Nuestra estructura interna tanto mental y emocional es la que posibilita la belleza. Somos nosotros quienes podemos proyectar beldad en un objeto dado, y esto no lo hacemos de manera relativa, sino de una forma universal. Así pues, como verán, las respuestas a las anteriores cuestiones ya se han empezado a plantear.
Sí, puedo encontrar belleza en este mundo aturdido por la sociedad de rendimiento y la sociedad de consumo, es más, la puedo encontrar en un objeto tan simple, sencillo y cotidiano como una taza con una bebida en su interior. Pero veamos, ¿Qué bebida puede embellecer mejor mi taza? ¿Tal vez algo de esas aguas negras del capitalismo bautizadas como las hojas de la coca? No, esas explosivas burbujas terminan dándome agruras y acidez, sin dejar de mencionar que agregan células adiposas a mi cuerpo que no me ayudan a apreciar belleza en mi propia persona. No, gracias, pensemos en algo más. ¿Qué tal un poco de ese mar negro? Bueno, francamente no tengo el estómago para el poder de esa descarga de acidez y calor infernal que, eventualmente, pueden provocarme una úlcera péptica. Tampoco quisiera engañar a mi cerebro, inhibiendo sus funciones básicas de descanso, para con ello mejorar y optimizar mi productividad en la sociedad de rendimiento. Ni fomentar esas pinches taquicardias que aturden mi sentido de equilibrio. No, yo paso. ¿Tal vez un poco de agua podría ser? Ciertamente el agua podría ser la mejor opción. Aquella pulcra tirana que te obliga a beberla para no matarte es encantadoramente fresca, clara y óptima para mi organismo, pero a veces, sólo a veces, me place añadirle algo más. Algo que la ensucie, aunque sea un poco. La higiene total es de muertos locos.
Así, la respuesta se revela. Algo de té estaría más que bien. Puedo hacer una infusión de manzanilla o hierbabuena, lo que comúnmente conocemos como té en mi barrio, pero en verdad creo que le vendría bien a mi taza algo de té original. O sea, quiero té de verdad en mi taza con agua. Quiero de esa planta que los taxónomos llaman Camellia sinensis. Esa planta procedente de oriente que tiene hermosas y curiosas florecitas blancas, y que le podemos arrancar sus hojas, con una crueldad horrible, para secarlas y molerlas y hacer té verde, té blanco o té negro, variedades de té que conocemos muy bien en occidente desde hace mucho tiempo. Esas hojas sacras ataviarían bastante bien mi taza con agua.
Puedo prepararlo de diversas formas. Según mi maestro del té, hay tres principales; la forma antigua, la romántica o la moderna. La forma antigua parece más un guiso, y no hay que olvidar que era en principio un remedio medicinal más que una bebida. Creo, honestamente, que eso sería un exceso de té. La manera moderna no tiene mucha receta, sólo se debe hervir agua con las hojas de la planta de té y servir una infusión en toda la extensión del concepto. Una manera rápida y práctica, pero me parece que carece de té. Los que me conocen saben que soy todo un romántico. Tengo una gran debilidad por las maneras de los sentimientos alterados, derrotados y solitarios, de las ideas que luchan contra las fauces de la racionalidad moderna y sus demonios. Será a la manera romántica que los japoneses han salvado de la extinción. Aquella bebida que se conoce como matcha y que su preparación es toda una ceremonia, y de la que me gustaría hablarles en alguna otra ocasión. Por el momento, frente a mi hermosa taza de té, en mi bunker, encerrado entre mis libros y mis guitarras, con música rusa flotando en el ambiente, alejado de todos esos ruidos funestos que enturbian mis aguas, disfrutando de mi propia compañía en soledad, puedo decirles que sí, hay belleza en este mundo, y puedo apreciarla porque tengo el equilibrio en el té. Ni más ni menos. No carezco de té, no soy insensible ni al drama de la vida ni a lo jocoso de la existencia. Soy capaz de apreciar ambas cosas por igual. Tampoco tengo exceso de té, no ignoro la tragedia de lo pedestre, no caigo en un solipsismo rapaz. No finjo ser un aristócrata, pero tampoco soy un hombre vulgar. Sencillamente, soy capaz de admirar las cosas simples que nos ofrece la vida y alegran el espíritu como una taza de té, que, además de cuidar mi estómago, proteger las neuronas de mi cerebro, y prevenir la oxidación de mi cuerpo, embellece mi breve lapso en este mundo sórdido y mezquino. ¡Que belleza hay en mi taza de té!